Al principio de mudarme tuve complicaciones técnicas para instalar internet y curiosamente, me di cuenta que la experiencia me estaba gustando. Empezó a ayudarme a diferenciar el lugar de trabajo y el lugar de descanso. Entonces decidí dejarlo así permanentemente.
Tener un lugar off-line te da tranquilidad. Se convierte en un lugar donde no solo piensas más, sino más claramente. Este humus interruptus en el que nos hemos convertido desaparece, al menos en parte, porque no es lo mismo mirar el mundo “on-line” por una mirilla que por una ventana, y más sabiendo que el tiempo que tienes para mirar por la mirilla es caduco (tarificación de datos)
Sé también que esta afirmación: “No tengo internet en casa” puede ser considerada muy hipster, pero me da igual. Es un poco como decir “No veo la tele” pero de eso hablaremos otro día.
El caso es que de repente mis ojos comienzan a limpiarse de pixeles y empiezo a distinguir esa figura decorativa llamada “libro”. Me encanta, lo abro y no se activa un contador de batería. La tipografía no tiembla por falta de cobertura. Y me pongo en cualquier rincón de la casa con él sin temor a tropezar con un cable. Y finalmente leo, y mi imaginación, no mis ojos, ven.
Porque lo visual visible está sobre valorado. Me gusta más ver lo invisible, que da mucho más margen de juego y por ello más posibilidades de diversión.
Así que por ahora seguiré sin internet en casa. Sin taladrarme con ninguna wifi, al menos la mía. Buscando la fibra sensible, pero la de verdad, para que luego al llegar al trabajo salten chispas al ponerla en común con la fibra óptica, la on-line.